Para finalizar esta pequeña serie dedicada a los portugalujos y el exilio, en esta entrada acerco el testimonio de un jarrillero que plasma con un gran realismo los bombardeos, las huidas a los refugios y los acontecimientos posteriores que se producen tras la evacuación de los más pequeños de entre la población civil, a otros países con la intención de alejarlos de los acontecimientos bélicos.
El autor de este relato es Jesús Urbina y el mismo se encuentra recogido en un pequeño libro titulado “Corazón de Cartón”, encontrándose en la red el capitulo que aquí se reproduce y como en cada ocasión que se toma algo de internet, al final de este texto se encuentra el enlace para poder leer en formato original este testimonio.
Particularmente diré que este testimonio es posiblemente uno de los que mejor refleja los acontecimientos que describe de esta época tan convulsa.
Espero que el relato guste y hasta la próxima.
DIARIO DE JESÚS URBINA
La primera idea que tuve yo de Inglaterra me la dio Laurita Astondoa, hija de aquel famoso calafate de Portugalete. Me dijo que era como un plato lleno de mantequilla. Yo no podía creer que eso fuera verdad, sobre todo en aquellos días en que faltaba de todo. Arroz había, eso sí, y mi madre 10 ponía hasta con puerros. Creo que no probaré. mas arroz con puerros ni aunque me sometan al tercer grado.
Era en la primavera del 37, y todo era hambre, miseria y miedo. Miedo sobre todo a los bombardeos constantes de la aviación franquista, aquellos terribles Junkers alemanes de chapa abarquillada. Aún me parece que los veo acercarse, tres o cuatro a un tiempo, y el ruido que hacían era algo que no se puede olvidar. La sirena de Altos Hornos nos avisaba de su llegada, a veces tarde, cuando ya oíamos el ruido. El desconcierto y el pánico eran inenarrables.
Nuestra escuela de Abatxolo servía de cuartel a un batallón de soldados de la República. Los sótanos se habían habilitado como refugio antiaéreo y la gente corría despavorida hacia ellos cada vez que sonaba la alarma. Resultó ser una ratonera, porque los aviones fascistas llegaron a saber que allí había tropas.
Mi amigo Municha y yo preferíamos escondemos entre los matorrales de la colina que llamábamos Campa de Vizcaya. Desde allí, agazapados, los veíamos llegar, casi siempre en la dirección Mungia-Leioa. El aeródromo militar republicano estaba en Lamiako. Era un campo tan pequeño que aún hoy, viéndolo tan deteriorado, no puedo explicarme como podían operar desde allí los tres o cuatro ratas o chatos, rusos, creo, siempre dispuestos a presentar combate a los bombarderos alemanes.
Aquellos combates aéreos nos producían una emoción indescriptible. j Ver en acción a la aviadora rusa, y sobre todo al capitán Del Río, el héroe de todos los chavales vascos...!, que a la tercera o cuarta pirueta, acompañada siempre del tableteo de ametralladoras, ponía en fuga a la aviación enemiga...! pero Felipe del Río, con apenas veinte años, cayó una tarde en EI Abra, abatido por error por uno de nuestros propios destructores, creo que el Jose Luís Díez. Los héroes, dicen, siempre mueren jóvenes.
Menos espectacular, pero más seguro como refugio, era el túnel del ferrocarril en Portugalete. Un día de Abril, bajando a toda prisa las escaleras de La Canilla hacia el túnel, tratando de llegar antes de que los aviones estuvieran encima, me caí y me hice una brecha en la frente.
Tuvieron que darme siete puntos de sutura en el hospital que se había improvisado en una casa del Muelle Nuevo.
Era Mayo cuando nuestro padre nos dio la noticia sorprendente: mi hermana Anita y yo íbamos a embarcar en Santurce hacia Inglaterra, jhacia la tierra de la mantequilla!.
Mi madre y mi abuela nos hicieron dos petates de lona blanca. Mi padre les puso las etiquetas. Jesús..., Ana...
Una tarde nos despedimos en casa de nuestra madre y de la abuela. Relimpios, como dos gatos mojados, salimos andando hacia el muelle. Mi padre nos acompañaba. Cada vez que yo me distraía y rezagaba, él me empujaba suavemente con su paraguas. Supongo que sólo quería vemos libres de tantas penurias, asegurarse de que llegábamos al puerto a tiempo. Pensaría también en sus otros siete hijos, tres en el frente.
Recuerdo vagamente el embarque en Santurce, lleno de gritos, casi todos llamando a la madre. Yo tenía nueve años, mi hermana doce.
Encontrarme de pronto en un barco inmenso, lleno de críos como yo, fue para mí el comienzo de una gran aventura, de otra vida. En cuanto el Habana soltó amarras del puerto de Santurce, mi hermana empezó a notar los efectos del mareo, y ya no quiso salir más del camarote, donde permanecía echada diciendo que quería volver a casa, que se moría. El barco era una sinfonía de voces lastimeras, ares y gritos. Yo iba a lo mío, hacer viajes a la cocina y regresar con bocadillos, huevos cocidos y pastel de bizcocho, iJauja!..., mucho de lo cual quedaba intacto en una balda del camarote, porque, a pesar de mi insistencia, mi hermana no quería ni olerlo. El caso es que al segundo día de viaje la balda empezó a vaciarse. Mi hermana se recuperaba. La cara del cocinero fue para mí durante muchos años la de Cristo; ¿cómo olvidar a un señor que te entrega los más ricos manjares sin pedir nada a cambio? treinta y tantos años después volví a verle, de portero en una casa de Portugalete.
Al llegar nuestro turno, Ana y yo desembarcamos con nuestros hatillos al hombro. La inspección de Sanidad inglesa, doctores y enfermeras, nos iba auscultando minuciosamente a medida que bajábamos y nos prendían en la ropa una cinta blanca si nos veían sanos, o una roja si creían ver algún amago de enfermedad. A mí me pusieron una cinta blanca; pero acto seguido, al entrar en el campamento (en Southampton, como supe después) tuvo lugar otra inspección más minuciosa. Una enfermera con cara de... enfermera, y además inglesa, decidió que la herida recién cicatrizada en mi frente, la que me había hecho un mes antes en Portugalete, merecía la consideración de una cinta roja. Aquello me rebeló, y en cuanto salimos hacia la tienda de campaña a donde nos destinaron me volví a cambiar la cinta roja por otra blanca. Fue fácil, el suelo estaba lleno de cintas blancas y rojas. Allí no había enfermos, sólo juventud... y hambre. No volvieron a molestamos con cintas de colorines.
No sé si permanecimos más de una noche en aquel campamento. Lo poco que recuerdo es un gran montón de ropa dentro de una tienda de campaña inmensa. Jerseys, muchos jerseys de todos los colores. Me los estuve probando a placer un buen rato.
Nuestra partida fue confusa. Chicos con chicos, chicas con chicas, me separaron de mi hermana. Pero en medio de aquel guirigay de gente volví a encontrarla, y ya no me solté de ella. Vimos entre aquella masa en movimiento un flamante autobús, y esperando a tomarlo, a la cabeza de una fila de niños, a una maestra de Portugalete que conocíamos.
Sin dudarlo, nos unimos a su fila. Aquel autobús iba nada menos que a Londres, a la capital de Inglaterra, según nos habían enseñado en Abatxolo. En el camino pasábamos pueblos llenos de banderitas. Creo que había una coronación.
El barrio de Londres donde nos dejaron se llamaba Clapton. Nos metieron en una gran mansión vetusta y gris regida por las damas de la Sa/vation Army. En la puerta de entrada se leía el nombre en letras de hierro.
Ni en mil años podría olvidar la primera comida que nos dieron, una especie de alubias de color caramelo que sabían a demonios. Incluso dudo que fuesen alubias. Aquello empezaba mal. Pronto se dieron cuenta y cambiaron a guisantes con tocino, que luego nos ponían con mucha frecuencia. Llegué a asombrarme de la cantidad de guisantes que se comían en Inglaterra.
Las damas de aquella institución de caridad ponían todo su empeño en enseñamos canciones religiosas. Aunque hayan transcurrido tantísimos años, aún recuerdo algunas de las canciones. Recién llegados a Inglaterra, sin tener ni idea de inglés, 10 que cantábamos era 10 que buenamente creíamos oír, canciones como Basambi, otra que decía Chi Manguai, o la de Agora Yoi, sin olvidar Güi Chisas ande Fami/i. Habían de pasar muchos meses, ya en otra colonia, ya iniciado en los misterios del idioma, para que fuera dándome cuenta de que aquellas inolvidables canciones se titulaban en realidad A sunbeam, He is my way, ¡'ve got a joy, y With Jesus and the Fami/y. Sin embargo, las damas habían estado encantadas viendo que a los pocos días atronábamos la estancia, chapurreando como papagayos, sin saber lo que decíamos.
Parecía como si la principal labor de estas damas de laSa/vation Army fuera el recaudar fondos para nosotros, los Basque Children.
Había que verlas, tan pulcramente ataviadas con trajes azules, impecables, con su gracioso gorro sujeto con un lacito bajo el mentón. Formaban bandas, más bien charangas mixtas, donde cada una tocaba un instrumento diferente. Tiesas como Juanas de Arco, con gran dignidad, salían a las calles de aquel Londres de 1937 que a nosotros nos parecía tan amable y próspero a tocar las mismas canciones que nos enseñaban. A veces el sonido del bombo se imponía a todos los demás.
Pensándolo bien, creo que acabamos por hartarlas. Hubo tropelías por parte de algunos de nosotros, destrozos, robos, gente que se fugaba de la colonia saltando la tapia del recinto y deambulaba por Londres a sus anchas. El buen pueblo inglés parecía corresponder agasajando a estos fugitivos, que volvían de sus correrías con los bolsillos llenos de peniques, aquellas monedas de cobre con la efigie del rey de Inglaterra que tanto se parecían a nuestras perras gordas. Las aventuras que contaban los fugados a su regreso incitaban a otros a imitarles, y al poco siempre escapaban otros. Un día llegó uno todo emocionado diciendo haber descubierto un parque con tiovivos gratis. Al día siguiente nos fugamos cinco a comprobarlo.
Entramos al parque como una manada de mandriles, en aquel paraíso de columpios, caballos de madera, ruedas, toboganes... jla gloria! pisamos y atropellamos a todo el que se nos puso por delante. Pasado el tiempo supe que aquel lugar de maravilla se llamaba Ruskin Park.
Una vez, al escalar una zona del muro, ví que el otro lado daba a los patios traseros de casitas de obreros, todas iguales, de una sola planta, hechas con ladrillos de color amarillo sucio. Me quedé sentado en la tapia mirando los patios. De una de las casitas
salió una mujer, me ofreció un caramelo y lo cogí. Volví al día siguiente, y ella también. Llegó a convertirse en una cita puntual.
Un día de Junio, cuando estaba jugando a santos de los que venían en los paquetes de cigarrillos con mi amigo Popeye, otro refugiado, nos enteramos de que el ejército de Franco había entrado en Bilbao. Hubo muchos lloros ese día.
Nos trasladaron a otro barrio de Londres, a Brixton, donde el local estaba en la calle Barrington Road. También esta colonia estaba regida por la SalvationArmy. El rector se llamaba Mr. Wilson y tenía dos hijas, Estela y Beril, que colaboraban con él en la organización de la colonia. Nuestro profesor de inglés era Mr. Watson, que nos tenía a todos numerados. Yo era el 32, y tenía que ponerlo hasta en el lápiz. Al jardinero, un vejete irlandés con toda la paciencia del mundo, le llamábamos Quirió, porque cuando pisábamos lo que acababa de arreglar nos gritaba i Quirió!, i quirió! (Get out!, get out!). Cuando estaba de buen humor nos cantaba canciones de su tierra. Aún recuerdo trozos de When lrish eyes are smiling.
Aquella institución debía haber albergado a otra gente antes que a nosotros. El caso es que me dio por escarbar en el jardín y acabé hallando cuentas y abalorios de todo tipo y color, a saber quién los habría enterrado. Yo se los llevaba a mi hermana.
Un día nos dieron ropa nueva: hermosa chamarra de pana, pantalón gris de paño y unas botas negras con grandes refuerzos en forma de herradura en los tacones. Aquellas botas me duraron años. Nos llevaron a retratamos para enviar las fotos a nuestros padres, para que nos vieran bien guapos, supongo. A mi hermana y a mí parece que el fotógrafo quiso, no sé por qué, hacemos una foto en plan artístico. Ana salía con una mano en el regazo, como señalando, como diciendo "Por aquí se va a Madrid".
En la colonia de Brixton empezaron a circular rumores de que en aquel vetusto edificio había fantasmas. Aquello resultó fatal para mí, porque tuve la mala suerte de que mi cama estuviera justo frente a una puerta condenada. Pasé noches enteras en vilo, temiendo que de un momento a otro se abriera aquella puerta y una mano amarilla me agarrara por los pelos. Tanto llegó a afectarme que una noche se me descompuso el cuerpo en una diarrea galopante. Tuve que levantarme en plena madrugada, bajé las escaleras, crucé el gran patio y empecé a golpear la puerta de la enfermería llamando con urgencia a la enfermera: Miss!, Miss! pero no respondió nadie. No tuve más remedio que descargar hasta el alma en un rincón del patio. A la mañana siguiente, formados en el comedor, un Mr. Wilson con cara de enfado pidió que diera un paso al frente el autor del desaguisado. Yo salí de la fila con la mano en alto, rojo de vergüenza y con unas ojeras como un antifaz.
Miedo o no, la causa de mi diarrea resultó más seria de lo que parecía. Me llevaron al hospital y allí fue donde de verdad empecé a tomar contacto directo con el pueblo inglés. Estuve allí cerca de un mes, tratado a cuerpo de rey. Nunca olvidaré a aquella enfermera que me llamaba Sonny Jim y que me daba de comer unas jaleas riquísimas.
Ya convaleciente, llegó un día al hospital una señora londinense que me tomó tal afecto que, de vuelta yo en la colonia, vino a hablar con Mr. Wilson para pedirle permiso para apadrinarme y llevarme a su casa. Aquella señora, viuda, vivía en Dulwich, un barrio obrero, y no tenía grandes medios, pero a mí nunca me faltó de nada. Se llamaba Mrs. Swinden, y me trató como a un hijo. Con ella aprendí rápidamente a hablar inglés y a conocer la cultura y el modo de vida del pueblo
londinense. Alternaba un mes en su casa de Londres con otro en la colonia de Brixton. A veces al volver a la colonia me armaba un lío, mezclando palabras españolas con inglesas. De aquella colonia aún recuerdo a varios amigos: Emeterio Arrillaga, Popeye, Conrado San Martín, Pedro Mendizábal, Hipólito Saleta..., y vagamente a otros que el tiempo me ha ido borrando. No sé qué habrá sido de todos ellos.
Nos dieron la noticia de que iba a desalojarse la colonia de Brixton de refugiados vascos por completo. Nos fueron evacuando por grupos a distintos lugares de Inglaterra. En un principio, a mi hermana y a mí nos iban a enviar a Cumberland, muy al norte, casi en Escocia. Pero como me apadrinaba Mrs. Swinden, y como yo pasaba temporadas en su casa de Londres, decidió Mr. Wilson que a Ana ya mí nos trasladasen más cerca de la capital, y nos acabaron llevando a Camberley, en el condado de Surrey.
Era un lugar precioso, en una colina en plena campiña inglesa. Había que dejar la carretera principal en Hawley y meterse por un camino vecinal en cuesta que se llamaba Fern Hill. La gran mansión donde nos alojábamos había sido, creo, cedida por un lord inglés llamado Perry o Curry, no recuerdo bien, para los niños refugiados vascos. Era una finca a la que no le faltaba de nada, con cuadras adyacentes al edificio central para criar caballos de raza. Había también un gran huerto con frutales e invernaderos, y un gran campo de tenis, al que llamábamos campo grande, y otro menor frente a la mansión, el campo pequeño. Y rodeándolo todo una gran extensión salpicada de árboles enormes.
Aquel era el paraíso de los pájaros. Había gavilanes, chepechas, picharchares, birigüelchas, chontas, cirrisclillas, malvices, dúrdulas, tordos a millares... Jamás puse tanta ilusión en buscar nidos, a los que desde luego respetábamos. Entonces aprendí a reconocer a cada pájaro según su nido. Vi que el jilguero lo hacía redondo, cubierto de musgo por fuera, en las trifurcaciones de ramas de los cerezos, o de arbustos, incluso de rosales. El pardillo, más celoso, lo hacía en lo más intrincado de las zarzas, donde no había forma de llegar con las manos. El petirrojo aprovechaba la huella de alguna vaca, en algún lindón, y allí lo construía. El cola larga los hacía en la hiedra. El tordo era bastante sucio y el acebo era su árbol preferido. Los tordos de Castilla hacían los nidos en los huecos de los grandes robles y la birigüelcha en el corazón de los tocones medio podridos. Se daba el caso de ver en algún castaño, los había enormes, nidos de distintas aves. Al final de días emocionantes presumíamos de nuestras hazañas: i Yo he descubierto veinticinco nidos!, o de la rareza de nuestros hallazgos: iYo sé uno de cola larga! no debería olvidar las ardillas, las de pelo gris, que abundaban, y a los conejos. A veces, al levantamos por la mañana y abrir las ventanas, veíamos en el campo a la coneja con sus tres o cuatro gazapillos detrás, en fila india. Poniendo en sus senderos lazos de alambre de cobre eran fáciles de atrapar. Los llevábamos a la cocina y el caso es que nunca supimos quién se los comía. Había un muchacho de Durango se llamaba Francisco Arzubiaga y nosotros le llamábamos Fran-Fran, que tenía una gran afición por los animales. Llegó a domesticar a una ardilla, que le subía y bajaba por el cuerpo como si se tratase de su árbol preferido.
Jamás he visto árboles tan enormes como en Inglaterra. Yo creo que los conservaban hasta que se pudrían de puro viejos. Por eso vivían en ellos tantos pájaros y tantos animales.
Las mayores aventuras las corrí junto a mi amigo Ángel Elespe. Otros compañeros fueron los Retolaza, Tapia, Julito, Canarias, Carro (otro Ángel), los Lanz, Edelmiro Atienza, los Corraleche, los Albisu y otros muchos que se me han olvidado.
Pero mi camarada más asiduo era Elexpe. Era delgado, con la cara llena de pecas pelo muy negro y rebelde. Muy bueno jugando al fútbol y ágil trepando a los árboles, atrevido y valiente. Tenía algo de Tom Sawyer. Los dos amábamos la aventura, y los dos teníamos diez años. Hubo un tiempo que estuvo castigado a barrer la despensa donde se guardaban todas las provisiones y víveres de la colonia. Entre otras muchas cosas, había allí latas de leche condensada y frascos de mermelada. En más de una ocasión yo, apostado a la puerta de entrada, agarraba la lata que él, haciendo como que barría, me alargaba desde dentro. Bajaba luego una escalera a un patio y cruzaba a escape el campo grande y allí, detrás de un gran acebo, le esperaba para merendamos juntos la leche condensada. A grandes tragos engullíamos el contenido de la lata hasta quedar empalagados. Yo me quedaba asombrado viendo los tragos que daba Angel.
Un día, en vez de leche nos hicimos con un frasco de mermelada. Pero resultó ser de naranja, con ese toque amargo que tiene. A los ingleses les chifla la mermelada de naranja, pero nosotros no pudimos con ella. Si al menos la hubiéramos acompañado con pan y mantequilla... Dejamos el frasco a medías y lo escondimos en el acebo. Al día siguiente volvimos a por él y lo encontramos negro. Millones de hormigas lo devoraban.
Ángel y yo hicimos un descubrimiento sensacional. Atravesando un prado que llamábamos del tren pequeño, encontramos, atada con alambres a una valla del seto y haciendo de portillo para que no pasaran las vacas, ¡una gran motocicleta! estaba casi intacta, sólo le faltaban las cámaras de las ruedas. Yo creo que se trataba de un modelo militar de la primera guerra mundial. Conseguimos soltarla y sacarla campo a través hasta la carretera, y aunque nos costó Dios y ayuda llevamos aquel trasto bamboleante hasta la colonia. La vieja moto fue durante meses la diversión de toda la chiquillería. El campo grande, bordeando una bajada de la colina, era la rampa de lanzamiento. Desde arriba, seis ó siete de nosotros a la vez, nos lanzábamos campo abajo a tumba abierta.
El hecho de vivir al aire libre la mayor parte del día nos daba un gran apetito, y para aplacar nuestra gazuza entre comidas entrábamos donde quiera que podíamos a robar manzanas. Un día saltamos la valla y asaltamos un huerto vecino de la colonia, lleno de frutales y con una casita preciosa, un cottage con el techo de paja. El manzano que pelamos daba unas manzanas deliciosas; parecían medio silvestres, no muy grandes, algo aperadas y de color amarillo. Eran exquisitas, no he vuelto a ver manzanas iguales desde entonces. Pero el granjero nos vio, y aunque no pudo cogemos (jnos soltó el perro!) se fue con el recado a Miss Britton, la jefa de la colonia.
Miss Britton era irlandesa, alta y tiesa, muy puesta en su cargo, con cara de luna llena, sonrosada, y cuando hablaba las eses se le escapaban silbando de los labios. El caso es que, estando en la fila para entrar a cenar, se presentó el granjero de las famosas manzanas en compañía de Miss Britton y fue señalando uno a uno a los ladrones, yo entre ellos. Nos mandaron de inmediato a la cama sin probar la cena. Pero al ir llegando al dormitorio el resto de los compañeros, cada uno nos fue dando a escondidas una rebanada de pan. Fue una cena pobre, pero la más generosa que he tenido en mi vida. Las frecuentes escapadas y los inevitables castigos favorecían la solidaridad. Mañana podía ser el turno de cualquiera.
No estaba sola Miss Briton; tenía como ayudante a Miss Massey, que era, a mi modo de ver de niño de diez años, el modelo ideal de joven inglesa. Era muy guapa, extrovertida, llena de vida, y podría haber sido un excelente sargento. Le chiflaba todo lo español, sobre todo las canciones regionales, aunque al cantarlas las pronunciaba fatal.
En su boca "cojo la vara y el carro" se convertía en "cojo la barra y el caro ". Era todo energía aquella Miss Massey. Nos caía estupendamente.
No puedo decir lo mismo de Miss O'Toole, la otra ayudante, ¡ irlandesa también. Miss O'Toole era pequeña, delgada, apática, y farfullaba al hablar, lanzando una continua lluvia de saliva. Se creía t. especial. Estaba enamorada en secreto de Mr. Denning, nuestro maestro de inglés, alto, rubio, de grandes ojos claros y mandíbula de héroe de aventuras, firme y enérgico. Mr. Denning era muy bueno dibujando. Nos ordenaba que le hiciéramos cualquier garabato en la pizarra y él se encargaba de completarlo enseguida, convirtiéndolo en alguna figura prodigiosa. Pero cuando hablaba en castellano sonaba igual que Stan Laurel, el flaco de las películas.
Completaban el cuadro de mando las andereños, señoritas Mari Cruz y Carmen Zugaza. De la señorita Mari Cruz sólo recuerdo que era de carácter apacible y que peinaba casi siempre una hermosa trenza a modo de lazo. Era bien parecida. Creo que se casó y se quedó en Inglaterra. La señorita Carmen Zugaza era otra cosa. Fuerte carácter euskaldun al estilo de las etxeko andre tradicionales, autoritaria y mandona. Cuando la volví a ver en Euba, cuarenta y cuatro años más tarde, seguía tan firme como siempre y sus ojos tenían la misma vida que en Camberley.
A mediados de 1939 se repatrió bastante gente de la colonia a España. Yo me fui definitivamente a Londres a vivir con Mrs. Swinden ya mi hermana Anita la enviaron a trabajar en un hotelito de Blackwater que se llamaba The Old Manor. También ella tuvo un padrino que le brindó su casa, Mr. Osbome, de Silverdene, Famborough. Mi hermana conservó siempre muy buenos recuerdos de aquella familia.
Aquel mismo año comenzó la segunda guerra mundial, y supe que el campo grande de la colonia se había habilitado con barracones del ejército inglés y con cañones antiaéreos. Londres se protegía con la famosa barrera de globos contra la aviación alemana. Por aquel entonces, los santos de los paquetes de cigarrillos nos instruían de como protegemos contra los bombardeos. A finales de año la colonia de Camberley quedó vacía de niños vascos y poblada de soldados ingleses.
En Enero de 1940 mi padre nos reclamó desde Francia. Me dolió en el alma tener que despedirme de Mrs. Swinden, que había sido para mí una auténtica madre. Cruzamos el Canal en ferry y nos llevaron a París y de allí a Bayona. Mi padre nos acomodó unos días a pensión completa en un bar fonda. No se quién pagaría aquello, posiblemente el Gobierno Vasco en el exilio. Nos trasladamos después a una gran mansión habilitada por refugiados vascos en el distrito de Saint-Etienne: "Le Vigneau". Viviendo allí mi hermana y yo fue cuando se produjo la invasión alemana de Francia. Mi padre, que trabajaba en Gers, 10 dejó todo y se vino más de doscientos kilómetros en bicicleta a buscamos.
Cruzamos a la buena de Dios la frontera de Irún los tres juntos, fue el 24 de Agosto de 1940. Volvíamos a casa después de tres años de peripecias. Encontré mi casa muy pequeña. Allí nos esperaba nuestra madre, y allí había sufrido 10 suyo, con sus hijos en el frente o desperdigados por el mundo.
La primera cena que nos dio nuestra madre al volver fue un guisado de carne con patatas como sólo ella sabía hacer, y de postre ciruelas claudias. Sabe Dios donde pudo encontrar aquella carne.
De las miserias que se vivieron después sabe, o debería saber, todo el mundo. De aquella época negra, de la posguerra interminable, se podría hablar eternamente. Prefiero acabar recordando con gratitud a aquella Inglaterra y a su gente, que supieron acogemos en un momento tan difícil, que supieron tratamos como lo que éramos, como a seres humanos, en su tierra de la mantequilla.
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