La madre abadesa, sor Beatriz de Atxa (a la izda.), junto a tres monjas de la comunidad, en la terraza del convento de Portugalete. Al fondo, la ría del Nervión.
LAS CLARISAS DE PORTUGALETE.
Una de las instituciones más enraizadas en la vida portugaluja durante décadas es sin lugar a dudas las Hermanas Clarisas, congregación religiosa de clausura que todavía tiene una pequeña congregación en nuestra localidad.
En esta entrada inserto un interesante reportaje sobre esta orden religiosa, sacado del número 195 del Magazine del diario El Mundo, figurando al final de la entrada el enlace para poder leerlo de manera original.
En esta entrada inserto un interesante reportaje sobre esta orden religiosa, sacado del número 195 del Magazine del diario El Mundo, figurando al final de la entrada el enlace para poder leerlo de manera original.
SOR CELINA DE ARROYUELOS remueve la tierra de labranza. No sólo el rezo del breviario, con sus laudes y maitines mañaneros, ocupa el quehacer conventual de cada día. Ora et labora. El azadón de sor Celina sube hacia el cielo y baja hasta el techo del edificio con la cadencia de una letanía aprendida en largos años de clausura. Su sudor de hortelana, oculto bajo el delantal azulón de faena, hace el milagro de convertir en huerto de convento el ático de un rascacielos de nueve plantas que levanta su estampa por encima del puente de hierro de Portugalete, en la margen izquierda de la bilbaína ría del Nervión que cerca moja los cimientos del Guggenheim.
"Abajo no teníamos horizonte", dice Inmaculada de Urzelay, una de las 13 monjas de clausura que integran la comunidad de Portugalete. Hace 20 años ya que el monasterio de Santa Clara desertó del mundanal ruido para elevar su clausura, ascensor arriba, nueve pisos. A ras de suelo, como dote al municipio por cuatro siglos de vecindad, quedó la vieja abadía, hoy convertida en Casa de Cultura.
Las monjas vendieron sus más de 8.000 metros cuadrados (convento, iglesia y huerto) en pleno corazón de la ciudad vizcaína a cambio de dos pisos de 500 metros cuadrados cada uno (el 8º y el 9º), más la terraza, en una de las torres de edificios levantadas al socaire del boom urbanístico de los 70. Y hasta allí encaramaron su nuevo claustro, sus celdas y hasta sus cánticos. También subieron tierra de la huerta de siempre para, en parterres y con el trabajo a cielo abierto de sor Celina, contar con viandas frescas todo el año. Patatas, cebollas, vainas, tomates, pimientos, puerros... Tan variada producción, más las limosnas de Kiko, sacristán en la ermita de Pobeñas, hacen que nunca falten víveres en la alacena de las monjas. Gloria bendita.
Un mundo distinto empieza del octavo piso hacia arriba. La vida, por no despertar con sus ruidos a los vecinos de abajo, arranca una hora más tarde que antaño. Poco antes de las siete de la mañana sor Nekane hace sonar dos timbrazos que sirven de despertador. Enseguida viene el rezo. Los primeros cánticos se dejan oír en las alturas a partir de las ocho. Después habrá tiempo para pasear sobre el huerto de terrazo y parterres, entre flores (rosales, gladiolos, hortensias...) de otro mundo.
Mudas las viejas campanas de Santa Clara, que aún adornan los altos muros de la casa de cultura portugaluja, a los pies mismos del nuevo convento, el viento regala a las religiosas repiques de vecinos campanarios. Si sopla el sur, se oyen las campañas de Sestao; si hace norte, las de Santurce. Los sábados noche llegan ecos mucho más mundanos: los de los jóvenes de la litrona. "Sí que suben los ruidos de la calle. Cuando suena el chistu y el tamboril, todas nos asomamos y decimos: `Ya está, otra boda civil'", cuenta una de las monjas tras explicar que en el edificio tiene sede un juzgado de Portugalete. Las clarisas siempre prefieren mirar hacia arriba, otear un horizonte de montañas y embravecidas mareas cantábricas. "Qué hermosa es la obra de Dios", se repite, cuando reposa sus cansadas manos de organista sobre el pretil de la terraza-huerta, sor Mari Carmen de Aguirre, hermana menor, eran 14, del gran poeta vasco Xabier Lizardi (seudónimo de José María de Aguirre, 1896-1933). Siempre añade la monja la misma coletilla: "Y cuánto la han estropeado los hombres con tanta casa". Porque a Portugalete hubo un tiempo en el que le crecieron, como hongos, altas torres de pisos. La fiebre constructora terminó estrangulando a su antigua abadía. Bien está. "El viejo convento se fregaba y nunca quedaba limpio. Hacía, además, un frío insoportable". El edificio, con más goteras que cuentas el rosario, vio hasta peligrar su techumbre. Terminó inhóspito incluso para quienes hicieron de la renuncia asceta una forma de vida
La venta de los terrenos de Santa Clara, con la consiguiente mudanza a los pisos de la calle Poeta Larrañaga, ayudó a recordar una historia que se remonta hasta mediados del siglo XVI. Todo comenzó en la Casa de la Fuente de Portugalete, de la que un documento de 1550 ya da primer testimonio. Los muros levantados en el lugar de Ibarguti fueron beaterio hasta el 23 de agosto de 1614, cuando la comunidad pasó a la orden franciscana de Santa Clara. Desde entonces, y pese a innumerables vicisitudes históricas y guerras que obligaron a sucesivas exclaustraciones, al monasterio nunca le faltaron beatos de generoso testamento.
Cuando estalló la Guerra Civil, en el convento vivían 21 monjas. De aquellos años se conserva una valoración de los bienes que las contemplativas tenían en Portugalete: convento, iglesia, casa vicarial, hospedería y huerto. En total, 8.083 metros cuadrados que alcanzaron una tasación de 137.744 pesetas. Poco antes, el día de la Inmaculada de 1931, las monjas se desprendieron del hábito grisáceo para estrenar el marrón oscuro que aún hoy es su atuendo.
Mediados los años 60, y presionadas por las quejas de que el mal estado del edificio desdecía todo el barrio, las hermanas comprendieron que el futuro pasaba por un nuevo convento. "Estuvimos 16 años buscando terrenos", explica sor Juana Beatriz de Atxa, hoy madre abadesa. De aquella empresa nació, a la postre, la mudanza definitiva. El capellán Francisco de Santamarina les propuso vender a una constructora todos los terrenos a cambio de que les construyera, en uno de los futuros bloques de vivienda, un claustro a la medida de sus necesidades.
El propio capellán, ya fallecido, lo planificó todo ayudado por un arquitecto. Santa Clara se mudaría a las plantas octava (dedicada a las celdas de las monjas) y novena del futuro rascacielos. El convento, al que se accedería por dos ascensores desde otros tantos portales, tendría también su torno de entrada, su capilla, su refectorio... y hasta su huerto, en la media hectárea de terraza.
El presbítero Eugenio Rodríguez Condado, autor del libro El monasterio de Santa Clara de Portugalete publicado en 1998, supo encontrar palabras para retratarlo: "Es un punto olvidado de los terrestres pero muy íntimo y placentero para quienes gustan del espíritu. Allí, en el retiro de lo alto, se alaba continuamente a Dios, se ejerce la caridad fraterna universal con sencillez y las experiencias divinas son como un sol de medianoche".
El convento-ático se inauguró el 14 de septiembre de 1979. De las 19 monjas que hicieron la mudanza, muchas de avanzada edad, ya sólo quedan 13. Y nada hace presagiar nuevos ingresos. La última vocación tiene fecha lejana: 1963. Entonces ingresó la palentina sor Antonia de Torres. Más de 36 años ya sin apenas salidas prolongadas al exterior. "Vamos a casa", dice la hermana del poeta Lizardi, "para las muertes y se acabó la función. Ni bodas ni bautizos ni comuniones ni desbodas, que ahora son tan frecuentes".
A sus 84 años, Mari Carmen Aguirre es la mayor del convento, "aunque la que lleva más tiempo", explica, "es sor Rosa, de Pontevedra. Llegó con 22 años y ahora tiene 83". De las cosas de abajo (el viejo monasterio), Aguirre sigue añorando el gran órgano que alegraba solemninades. "Con lágrimas en los ojos lo ví marchar cuando la mudanza", dice. Haber perdido oído no le imposibilita para seguir apreciando la música. No en vano fue 57 años la organista. Y la poetisa, y la pintora. Porque lo que es trabajar (antes para una peletería o bordando, fregando las escaleras del bloque tras la mudanza o manufacturando ahora tapones para los oídos) lo hacen todas. Crear ya es cosa de unas pocas. De sor Antonia cuando hornea en la cocina su delicioso pastel de vainas.
Todas viven en paz y bien, que dice el lema clariano, en un monasterio con vistas coronado por un sembrado donde hasta cuaja la fresa y da rojas manzanas un árbol que nadie se explica cómo subió tan alto. Es el campo de Santa Clara de Portugalete, al que, como aquella poesía de Lizardi, El huerto de los antepasados, alimenta de lírica Sor Mari Carmen: El cielo se hizo de tierra...
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