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Leonor Conde-Pelayo junto con el escritor Mario
Ángel Marrodán durante su última visita a Portugalete.
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Parece ser que de un tiempo a esta parte se ha
producido cierta curiosidad por parte de algunos portugalujos por conocer los
avatares que vivieron diferentes miembros de la familia Conde-Pelayo, tanto
durante su estancia en la villa, como durante su obligado exilio tras la
finalización de la guerra civil.
Conde-Pelayo fue un reconocido médico que aparte de
poseer unos conocimientos más que sobresalientes en diferentes campos de las
ciencias, cultura, etc., fue recordado durante generaciones en nuestra villa
por poner su ciencia siempre al servicio de los más humildes de sus convecinos,
de luchar por las clases más desfavorecidas e implicarse en los avances
sociales.
Por las circunstancias propias de su compromiso
político, muchos de los miembros de su familia sufrieron una fuerte represión
pasando por cárceles, campos de concentración y exilio.
La vida es en ocasiones es irónica. Décadas después de
que el médico Conde-Pelayo perdiera toda su fortuna, una considerable cantidad
de dinero heredada de sus progenitores en luchar por las mejoras sociales de
los más pobres de la villa, su nieta, una reconocida escritora afincada en
México, decidió viajar a su Portugalete natal, villa en la que ella misma había
nacido muchos años antes.
Leonor, su nieta, solicitó una entrevista con el
concejal de cultura con el propósito de hacer entregar a la villa de
Portugalete de algunos escritos y recuerdos de varios de sus antepasados. La
experiencia fue tan nefasta por el trato recibido que al salir de la misma
preguntó en que se habían convertido los representantes de los ciudadanos, si
en burócratas del antiguo régimen o en arribistas despóticos que se habían
servido de las urnas para buscarse un beneficio personal.
Años después escribió un trabajo en el que contaba
parte de los recuerdos de la misma así como la vida y peripecias de algunos de
sus ilustres familiares. Ese trabajo realizado en 1994 fue publicado y
repartido gratuitamente por la Sociedad de Estudios Fray Martín de Coscojales
en septiembre de 1996. Una edición de unos 200 números que se entregaron de
forma gratuita en mano y reitero lo de gratuito, entre las personas interesadas
en los diferentes pasajes de la historia de nuestra villa.
Leonor conocía el espíritu y la filosofía que regía la
Sociedad de Estudios Fray Martín de Coscojales, dar la oportunidad a los
portugalujos de todo tipo para poder publicar sus trabajos en su pueblo,
sin sectarismos, censuras o ideologías políticas, unas publicaciones que se
repartían gratis, corriendo con los gastos de las mismas los miembros de esa
sociedad, sin ayudas ni subvenciones de ningún tipo. Una sociedad libre
no sujeta a ningún pesebre del que comer. Poe ese motivo Leonor Conde-Pelayo
cedió su trabajo a esta Sociedad para su publicación.
Como se ha comentado con anterioridad, la edición fue
de 200 ejemplares por lo que los antiguos miembros de esta sociedad hemos
decidido volver a publicar este trabajo, en esta ocasión en este blog. La
intención es que este texto tenga la mayor repercusión posible, acercándolo a
todas las personas que de manera frecuente visitan esta bitácora o que puedan
hacer consultas en la red sobre el periodo o los contenidos tratados en este
texto.
Tal como se puede observar, el texto es de un tamaño
considerable, algo que dificulta la publicación del mismo en una sola entrada.
Por tal motivo he decidido fragmentarlo en tres capítulos, respetando
todo su contenido de manera íntegra.
Por tal motivo, esta entrada así como las dos
siguientes están dedicadas a este trabajo, un relato cargado de emotividad en
el que se describen personajes y situaciones de nuestra historia pasada.
Espero que el texto guste, mandando desde aquí un
fuerte abrazo tanto a Leonor como al resto de sus familiares residentes en
México, en mi nombre como en el nombre de todas las personas que tuvimos el placer
de poder departir con ella en sus diferentes viajes a nuestra localidad.
Hasta la próxima.
PRESENTACION
Leonor
Tejada Conde-Pelayo nace en Portugalete el 30 de septiembre de 1917, donde
recibirá en sus primeros años una gran influencia de su abuelo, el médico Juan
José Conde-Pelayo, de quien aprende el esperanto.
En
1927, al morir su padre, se traslada a París con su madre. Allí, continúa con
sus estudios elementales, perfecciondo el idioma francés y aprendiendo inglés.
Tras
ingresar en la Sorbona, obtiene en julio de 1936 el Diploma de Profesora de
Francés.
Cuando,
comezada la Segunda Guerra Mundial, los alemanes invaden París en 1940, Leonor
marcha a Berlín en busca de trabajo. Allí obtendrá el Diploma de Profesora de Alemán,
regresando de nuevo a la capital francesa en 1943.
Acabada
la guerra, se traslada a Guatemala junto con su madre y dos hijos, y de allí a
México en 1960, donde reside en la actualidad.
En
este país ha relizado unas doscientas traducciones para diferentes editoriales.
Además, ha sido durante quince años profesora de francés en el Instituto Francés de América Latina y en la Alliance Française; profesora de Lectura y Redacción, con
el grupo de maestros fundadores del Colegio de Bachilleres; traductora en la
Rectoría de la Universidad Autónoma Metropolitana; participante durante seis
años en el programa de televisión "Sopa
de Letras" con otros diez profesores especialistas en
Linguística; columnista durante dos años en la página cultural del diario Ovaciones; y durante 15 meses ha tenido un programa diario de
minuto y medio en la Radio XELA de México.
Es,
además, autora de varios libros: "Hablar
bien no cuesta nada y escribir bien, tampoco" (1974); "Por la senda del rayo" (1978), novela de ficción con gran
contenido autobiográfico; "¡Qué fácil es la
Gramática!" (1977); "Hablemos
correctamente" (1990); y coautora con Galdino Morán de "La guerra del Pérsico" (1991).
En
el presente número, Leonor Tejada nos ofrece un trabajo inédito que ella
realizó en 1988. Bajo el título "Los
Conde-Pelayo de Portugalete", la autora muestra el paso de su saga
familiar por la Villa, así como una visión del Portugalete que ella conoció,
amén de otros apuntes sobre personajes notables jarrilleros del primer tercio
de siglo.
Agradecemos
a Leonor Tejada Conde-Pelayo su colaboración en el presente Boletín, de cuya
amena lectura estamos seguros disfrutarán nuestros lectores.
Sociedad de Estudios
"Fray Martín de Coscojales"
I - PORTUGALETE EN EL RECUERDO
A miles de años luz... mejor dicho,
a miles de kilómetros y más de medio siglo de distancia, es indeleble el
recuerdo del feliz y luminoso Portugalete de la niñez.
El pretil del muelle, la plaza, el
mercado de los domingos con su griterío, el embarcadero del que salían barcas
cargadas de gente y al que llegaban otras tantas, porque atravesar la ría en
barca costaba la mitad que en el transbordador. Y el transbordador, cuyo ruido
acompasado ha mecido mis primeras horas hasta convertirse en el placentero
acompañamiento de mis diez primeros años.
Los paseos a la punta del muelle _el muelle de
Churruca_: un kilómetro para llegar y otro para volver, en realidad sólo son 900
metros. El marémetro, punto final del muelle nuevo y principio del otro, de
tablas éste con unos rieles inservibles ya... en mis tiempos.
En la plaza los plátanos _pero ¿por qué
se llamaban así?... si no eran de comer, árboles más o menos de la misma edad
que yo. Y la música en el quiosco, los domingos por la tarde y por la noche,
que terminaba cuando ya me había dormido.
La farmacia de Bustamante, en la
esquina de la calle Santa María, sobre el arco en que comenzaba la calle
Salcedo, nombrada en honor de un excelente alcalde que tuvo la Noble Villa.
¡Qué farmacia! Al entrar, te encontrabas en una pieza circular, de alto techo y
ventanales, con esos jarrones que un anticuario pagaría a peso de oro y cuyos
nombres leía sin saber qué significaban: puro latín.
El piso de mármol. Y el silencio. ¡Qué farmacia!
En cuanto al alcalde Salcedo, me
contaron que antes de que yo llegara al mundo, había tenido que hacer frente a
una batalla campal, un domingo, en la plaza.
La juventud bailaba, y sin duda
algún atrevido le faltó a la novia de uno de los presentes; éste empezó a
castigarlo a golpes. Los amigos de cada uno de ellos tomaron partido, y la
batalla se generalizó sin que los alguaciles pudieran controlarla.
Había maniobras militares en
aquellos días, y el oficial al mando ofreció enviar la tropa, cosa que el
prudente alcalde declinó dando las gracias.
El alcalde Salcedo, ostentando la
banda de su cargo, llamó a los bomberos y les ordenó que enchufaran las mangueras
y dirigieran los chorros sobre los contendientes.
No importa romperse la cara a
trompadas, lo insoportable sería empaparse el traje de los domingos. En menos
que canta un gallo se vació la plaza y la batalla terminó por falta de
combatientes.
Así se las gastaba el alcalde
Salcedo, y bien merece que la calle conserve su recuerdo.
En Portugalete ha habido siempre un
Xomin, forzudo y de genio fuerte.
Conocí a uno y nos contó en casa que
cuando llevaba varias semanas sin trabajo, él y un amigo tan desocupado y
hambriento como él, trataron de organizar una apuesta: cada uno se comería un
ciento de sardinas. ¡Ya lo creo que se las comieron! Ganaron la apuesta y
quitaron el hambre atrasada. Xomin era tan fuerte que, siendo marinero en un
barco de pesca y llevándose muy mal con el capitán, éste, sólo por fastidiar,
le mandó que subiera al mástil para no sé qué tarea inútil. Rechinando los
dientes, Xomin obedeció, pero al bajar hacia la cubierta, a medida que iba
bajando por la escala iba rompiendo los peldaños de cuerda. Aterrado ante su
fuerza, el capitán le pagó tan pronto como atracaron en Portugalete y no volvió
a contratarlo. ¡Se explica que lo dejaran en tierra de vez en cuando! Durante
la huelga del 34 estuvo en la cárcel. Fue el único que tras una huelga de
hambre no sufrió úlceras, porque bebía agua sin parar. Chico listo, nuestro
Xomin.
El puente Vizcaya... los cables
rígidos que sostienen su verticalidad eran un imán para nosotros, los chiquitos
del pueblo: nos colgábamos de ellos con las dos manos, los varones se
columpiaban y se colgaban de manos y pies; las niñas, más recatadas, sólo de
manos. Y a medida que íbamos creciendo, nos colgábamos de más arriba.
Para caminar sobre el pretil que
bordea el muelle sobre el Nervión, había que estar muy seguro de sí mismo. Yo
nunca me atreví.
Y nuestra playa, pequeña,
encerradita y poco atractiva... Pocas veces fui a bañarme allí; solía hacerlo
en Las Arenas, cuya playa era bastante buena, o en la punta del muelle, por la
parte de dentro, naturalmente... pero si no tenía los 10 céntimos para cruzar
la ría, ida y vuelta en barca... Allí estaba la casa-balsa del Sporting Club, blanca y rodeada de embarcaciones de todo tipo, y
algunos yates preciosos. Nuestro parque, pequeño y oscuro, amparado y
ensombrecido por la loma en que se levantan residencias millonarias. Pero era "nuestro" parque.
¿El teatro de Portugalete? Una
bonita bombonera. Por él pasaron muchas compañías de la legua, y algunas se
quedaron varadas, pues no había tanto dinero en el pueblo como para asegurar
ganancias en muchas representaciones. Y es que la gente de dinero sólo iba a
Portugalete en verano, y con los teatros Arriaga y Campos Elíseos en Bilbao, no
iba a descender a un teatrito de pueblo para aplaudir a cómicos de la legua.
También los aficionados portugalujos
del Centro Democrático o de otras agrupaciones daban funciones de teatro.
Representaban obras de Joaquín Dicenta_"Juan
José"_, zarzuelas como "Los guapos" o "Las
bribonas", y comedias como "La gente
seria".
Después, un tablado convertiría el
patio de butacas en pista de baile, los domingos y en algunas ocasiones más.
Y es que había excelentes músicos en
Portugalete.
El quiosco, en el centro de la
plaza, también constituía un imán para los chiquillos... pero como lo tenían
cerrado, había que conformarse con sentarse en las escaleras. Allí solía dar "conciertos" de armónica José Luis Díaz, hijo de
Clemencia y Perico el barbero, quien al hacerse mozo y hombre resultó ser un
gran bailarín. No fue José Luis el verdadero músico sino su hermano mayor,
Medardo, quien recorrió el mundo en el grupo conocido bajo el nombre de "Los Churumbeles de España". Sí, Medardo,
discípulo de Braulio Zabarte como lo había sido, veinte años antes, José
Tejada, que comenzó su vida artística en la banda del pueblo.
La banda municipal de Portugalete
era excelente. Solía dar un concierto de buena música el domingo a mediodía. No
había muchachas, por lo general, a esa hora, pero los mozos llegaban con
alpargatas y camisas deslumbrantes de blancas, y pantalones de mil rayitas.
Luego, desde las 4 hasta las 10, y en verano las 12 de la noche, generalmente,
tocaba bailables, y la gente del pueblo y de los alrededores colmaba la plaza,
unos, bailando en el centro y otros, mirando en la periferia. No sólo había
músicos y una banda en Portugalete. También había un orfeón(*).
(*) "Archivo
coral de una Sociedad musical
La Sociedad
Coral del municipio vizcaino de Portugalete poseía en el año 1906 un buen
archivo coral. El Orfeón, o coro vocal de dicha Sociedad, obtuvo diversos
premios en concursos musicales públicos, no siempre verificados en la provincia
de Vizcaya. Los viejos músicos de Vizcaya conservan todavía muy agradable recuerdo
del Orfeón de Portugalete y de varios orfeones vizcainos, como el orfeón de
Sestao, el orfeón de Baracaldo y, también, el orfeón de Castro Urdiales,
municipio éste de la provincia de Santander.
El Orfeón de
Portugalete utilizó, para la impresión y reproducción de las partituras y
particelas corales, una prensa litográfica instalada en el local de la Sociedad
Coral. Y en una blanca piedra de litografía se transcribían las obras musicales
que valieron al Orfeón significativos triunfos.
El archivo coral
mencionado reunió y conservó, de esa manera, gran número de obras musicales de
célebres compositores, especialmente de la escuela musical española, de la
escuela musical francesa y de la escuela musical alemana.
Algunas de esas
obras fueron cantadas por el Orfeón de Portugalete en el antiguo balneario, ya
desaparecido, y cantadas también en diferentes locales de la villa.
Todo esto es un
grato recuerdo del municipio de Portugalete, de su laureada Sociedad Coral y de
su archivo artístico".
El hotel Portugalete, con su
terraza, permitía que forasteros y "niños
bien"_creo que todos los portugalujos eran
niños bien, pero los entrecomillados, además, disponían de unas cuantas
pesetillas_ invitaran a la novia y las amigas de
ésta a tomar chocolate y pastelillos. Era un hotel muy bonito y ocupaba un
lugar estratégico: entre el muelle y el "muelle de
atrás", iniciaba la hilera de mansiones que se prolongaba
hasta la playa.
Portugalete gozaba de una fama poco
común: que todas las portugalujas eran guapas. Cuando un forastero llegaba a
Bilbao y preguntaba: ¿qué hacer en Bilbao un domingo por la tarde? le decían:
Vamos a Portugalete a ver chicas bonitas. Y efectivamente, tomaban el tren y se
apostaban a los lados del muelle. Las señoritas, con sus mejores galas,
desfilaban en grupos de amigas, y las que tenían novio, acompañadas por esos
celosos guardianes.
La campa San Roque, "allá arribotas", también era lugar de solaz para
los chicos del pueblo, con árboles, hierba y una capillita. Bajando en
bicicleta por la campa, un día, Valenchu se clavó una pica de la verja en el
cuello... y por poco no lo cuenta.
San Roque, nuestro santo patrono. La
fiesta de San Roque, la fiesta de Portugalete. Más o menos allí, en la campa se
iniciaba la "tamborrada"... "tan burrada" le decía Braulio Zabarte, pianista
insigne y honor del pueblo.
Pasamos bajo los arcos del
Ayuntamiento y llegamos al café de la Unión. Nuevamente los arcos al pie del
Batzoqui. ¡Qué bonito pueblo! Volver a Portugalete 45 años después...
¿Se ha convertido en una ciudad
dormitorio? Visitar a los muertos... ¿Ah, el cementerio viejo?
No hay hotel donde pasar la noche.
El hotel tan blanco, tan limpio, ya no es el mismo. El café de la Unión, que
daba a la plaza, ha desaparecido. Pero siquiera el Ayuntamiento ha crecido un
poco.
Los árboles de la plaza,
entretejidos como si el sol portugalujo necesitara una gruesa pantalla... ¡Qué
horror! Cuando hubo un enano por jefe de estado, no permitía que nada creciera
alto. Pero los plátanos de mi pueblo podían haber crecido. ¿Sabes cuánto crece
un árbol en 40 años? Pero hay que permitirle crecer: que respiren sus raíces,
podarlo juiciosamente...
La estación vieja. En el ambigú
vendían los buñuelos más ricos del mundo... hace 70 años. La estación que se
levanta a la entrada del túnel por donde el tren (Apuntes de Volney
Conde-Pelayo Urraza) tiene acceso a Santurce carece de personalidad... y de
recuerdos. Pero cuando se construyó el túnel, ¡qué gloria para todos!
Porque para ir a Santurce había que
hacerlo a pie o en tranvía. Sí, tomábamos el tranvía _de una sola
vía, con una desviación donde se esperaba a que pasara el que iba en dirección
contraria_ y durante el recorrido, podíamos
admirar por las ventanillas la belleza del Abra. A lo lejos Algorta y el
rompeolas, y junto a nosotros, a nuestros pies, nuestro primer "rompeolas", que en realidad se había tendido
para facilitar el embarque y desembarque en un puerto tan poco protegido el
siglo pasado, que en aquel entonces se efectuaba por el muelle de Churruca,
que nunca llamábamos así porque
siempre era "la punta'el muelle".
Otra maravillosa vista del Abra, aun cuando incompleta,
la teníamos desde "la campa" de la Iglesia,
que no era tal campa pues estaba totalmente pavimentada.
La iglesia, antigua, edificada
cuando el resto de España era todavía prisionero de los moros, tiene un órgano
que es una maravilla de sonido. Por mucho tiempo fue su organista Braulio
Zabarte, quien durante las misas distraía involuntariamente a los fieles por
sus maravillosas ejecuciones de obras de los grandes maestros.
Entre la carretera "de arriba", por donde pasaba el tranvía, y el
muelle que iba desde la playa de Portugalete hasta Santurce, una serie de
verdaderos palacios desde los que los habitantes acaudalados _y generalmente
veraniegos_ podían contemplar la maravilla del
paisaje del Abra hasta la Punta Galea, gris, imponente, mucho más allá del
rompeolas de Algorta.
Siguiendo el muelle _o sea la
carretera de abajo_, que une Portugalete a Santurce, se
llega al puerto pesquero donde atracaban las lanchas que, habiendo salido a la
madrugada entre los dos rompeolas y hacia alta mar, regresaban por la tarde,
cargadas de pescado fresco: sardinas rollizas y deliciosas anchoas, besugos,
verdeles, pescadillas y merluzas, y todo lo que se hubiera dejado atrapar por
las redes de los afortunados pescadores.
En Santurce, el aroma de las sardinas
asadas. Acompañadas por el deliciosamente ácido chacolí, se han vuelto famosas
en toda España... y fuera de ella.
Y las sardineras... las sardineras y
sus andares... con la banasta cargada de sardinas _tan bien
ordenaditas, colocadas con esmero mejor que en una lata_ se daban una
vuelta de vez en cuando, durante su caminata a lo largo del muelle, como quien
dice ría arriba, para que la banasta soltara el agua en exceso... y las
gotezuelas, testimonio de aquella vuelta digna de una bailarina, formaban
graciosos ochos 888 que punteaban su recorrido facilitando seguirles la pista.
Las que llevaban la pesca a Bilbao se subían al tren en la estación de
Portugalete. A veces, las sardinas todavía se agitaban en la banasta donde
daban el último suspiro.
Desde Santurce a Bilbao, vamos por toda la orilla,
Con la falda remangada, luciendo la pantorrilla.
Vamos de prisa y corriendo, porque me aprieta el
corsé.
Voy gritando por la calle: Sardinita frescu es.
Mis sardinitas, qué ricas son,
Son de Santurce, las traigo yo.
Con regularidad bajaban por la ría
barcos cargados con uno o dos "caramelos"
_así les decían en mi casa_, bloques de cemento que se
arrojaban delante del rompeolas, pues la fuerza de nuestro Cantábrico es tan
iracunda, que los desgasta a toda prisa.
La construcción del rompeolas de
Santurce, según me contaron, causó problemas que se antojaban invencibles,
debido al oleaje. No dejaba títere con cabeza, hasta que un ingeniero tomó al
toro por los cuernos _es un decir, claro_ y empezó a
arrojar bloques de cemento de varios metros cúbicos, interponiéndolos entre el
mar y las obras. Sólo así pudo avanzar el rompeolas. Y cuando estás en el
rompeolas y ves aquellas olas furiosas atacando los "caramelos", te dan escalofríos. En ocasiones,
cuando el mar está embravecido, algunas olas pasan por encima. ¡Ay de ti! si
andas de paseo. Me sucedió una vez y nos empapamos
los tres que habíamos ido _Volney,
Valenchu y yo_ por un capricho mío. ¡Qué
ocurrencia! Todavía siento remordimientos.
El Muelle Viejo, detrás de la
estación, que ni es muelle ni es na, ya. Hoy creo que ya lo habrán transformado
en jardín... desde mi última visita... Allí estaba el Centro Democrático donde
daban conferencias, había funciones de teatro modestas y también bailes. Si la
función iba a ser de postín, y el estreno en el Teatro, los ensayos se hacían
en el Centro o en casa de los Conde-Pelayo, cuyos balcones daban a la plaza.
Como siempre había alguien preso, era necesario juntar dinero para ayudar a su
familia. Por ese Centro Democrático pasaron personalidades políticas que no lo
creeríais si dijera los nombres.
Afortunadamente, casi todo eso fue
antes de llegar yo al mundo o de tener uso de razón _si es que algún
ser humano llega a tenerlo alguna vez_ y por eso
carezco de la documentación necesaria para respaldar lo que digo.
Merece especial atención la Calle'el Medio. Nunca la he oído nombrar de otra manera, aun cuando
no hay placa que así consigne su nombre. Sí, por allí bajaba la Tamborrada, y
si no se estrellaba contra la tienda de ultramarinos de Marcelo era por
milagro, ya que el impulso de los que venían detrás debería haber apachurrado a
los que iban delante. Pero no, en la calle Salcedo se dividían, unos iban por
la izquierda, hacia el mercado municipal, y otros por la derecha, por los arcos
y el Ayuntamiento. La reunión era en la plaza donde la banda de música los
recibía alegre y ruidosamente.
Pero la Calle'el Medio ha tenido siempre una connotación menos divertida.
Cualquier persona que subiera o bajara por ella, si se volvía de repente, podía
comprobar cómo se alzaban y bajaban cortinillas a su paso. Era la calle de
chismes, y sé de muchas personas que preferían subir al Cristo por la calle
Coscojales o por la calle Santa María, para no dar alimento a las malas
lenguas.
Y el empedrado tan particular de las
tres calles que bajaban: la calle Santa María, la del medio y la calle
Coscojales. Cantos rodados en el interior de triángulos de piedra, y el canalón
en medio para que escurrieran las aguas... tan abundantes en nuestro clima.
Los zapatos de Portugalete tenían
una fama excelente. Precisamente en la Calle'el Medio estaban las
zapaterías, que los domingos ponían puesto en la Plaza, además. A mí me
compraban los zapatos donde Lángara.
Y los caramelos de malvavisco de
Mendizábal, y los pasteles, y la droguería de José Camino, la imprenta de Bayo,
los riches de la panadería de la calle Salcedo _¡Qué gracioso,
llamar riches a aquellos sabrosos panecillos de 10 céntimos!_. Y la otana,
pan redondo de a kilo, cuyo nombre no aparece en el Diccionario de la Academia.
¡Habráse visto! Y las pistolas de pan seco, flacas y tiesas, para la sopa. (¿Me
creeréis si os digo que en Bélgica también las llaman pístoles? Estuve en
Bohan-sur-Semoy, de la provincia de Charleroi, y me encontré con esa sorpresa).
Y las tiendas de ultramarinos de Felipe Castro y de Marcelo.
En la esquina con Salcedo estaba la sucursal
del Banco de Vizcaya, y en la otra esquina, la carnicería.
En la calle Salcedo había dos
sastrerías, la más importante era la de Onofre, y del otro lado del portal del
número 2, la tienda de las de Otaduy, así se
decía.
Paco el churrero vivía en el último
piso del número 2. ¡Ay, qué churros aquellos! El camarote _así llamábamos
en Portugalete a las buhardillas_ del número 2
estaba lleno de viejos billetes de la lotería, número 6676, adquiridos por don
Juan José Conde-Pelayo, fiel al número, que nunca en mis recuerdos ganó un buen
premio. Poquillos, sí, pero pocos, es decir, pocos poquillos.
Muchísimas personas en el pueblo
tenían la superstición y le daban perras a don José: querían compartir la
suerte del médico con unos cuantos céntimos, ya que compartían su fe en que un
número tiene tantas oportunidades como cualquier otro. Lo he intentado también
en otras partes del mundo, pero sin atinar.
Cuando compro ese número es porque
la nostalgia de Portugalete se ha vuelto muy fuerte.
No todos los recuerdos son
placenteros. Por ejemplo, en 1935 hubo dos manifestaciones: una de izquierdas y
otra, fascista. Los fascistas iban armados. El primer tiro, en la frente, fue
para Urcisinio Gallástegui, primo mío por el lado paterno. ¡Indignación por un crimen
rastrero... aun cuando casi todos lo son! Lamentablemente, nunca conocí a
Urcisinio.
Cuando se instaló el Instituto de
Portugalete en la casa de Dueñas... a estudiar bachillerato, chicos. El
edificio era maravilloso, las aulas grandes, soberbias. Y el ambiente de
compañerismo resultaba muy agradable. Amistades tal vez no, pero
compañerismo, a espuertas... Recuerdo a Julianita Pericacho, de Sestao, a
Ramiro, de Santurce... Allí estudiaba también Saborit... ¿quién necesita
apellido, en Portugalete, con un nombre como ése?
Remembranzas... nostalgia...
reminiscencias... ¡Portugalete mío! La ría constituía un espectáculo constante,
variado, móvil, lleno de una vida promisoria. Barcos arribaban, barcos
zarpaban. Barcos chicos y grandes, trasatlánticos que establecían el vínculo
entre Portugalete y Buenos Aires, Portugalete y Veracruz, pertenecientes a la
Compañía Transatlántica Española; se turnaban en el puerto el Cristóbal Colón y el Alfonso XIII. El Cristóbal Colón era un trasatlántico, como quien dice: "de pelo en pecho". Muchísimo más grande y bello que
el transporte de tropas en que crucé el Atlántico de Amberes a Nueva York, en
1948... Y cuando al médico del barco le dije que el Maríne Jumper era "a nice
little ship", se ofendió, pero yo no sabía suficiente inglés para
explicarle por qué me parecía pequeño. Y es que yo había visitado el Cristóbal Colón en 1927, con Pilar Mauleón, de Sestao, en la dársena
de Axpe.
En verano, la ría nos permitía
contemplar las regatas de traineras. No, nada que ver con el deporte
universitario de Oxford y Cambridge: los remeros universitarios no habrían
avanzado en nuestra ría con los enormes mamotretos en que remaban nuestros
muchachos. Eran carreras encarnizadas, y algunos remeros se levantaban al
final, con las nalgas ensangrentadas. En honor de ellos, Amenábar, que
fue director de la banda y buen compositor, compuso "Los remeros", un pasodoble que todavía puedo
tararear, tantísimos años después.
No sólo las regatas, también la
Cucaña. En otros lugares la Cucaña es un mástil vertical, ensebado, con premios
en la parte superior. El que llega arriba se apodera de su premio, un jamón o
un ganso... lo que sea.
Pero en Portugalete no es así. El
mástil es horizontal, y el que resbala no se desliza hacia abajo sino que se
cae a la ría. Los muchachos avanzan abrazados al palo y acaban ensebados, ellos
también; poco a poco los competidores dejan limpio de sebo el palo, y el más
empecinado gana el premio antes de caer al agua, él también, por enésima vez.
La ría. Verde cuando el cielo era
azul, gris cuando estaba nublado, pero de un amarillo mostaza cuando
descargaban el mineral en las fábricas.
Portugalete, entre Santurce y
Sestao. Sestao, la 6ª O, con sus altos hornos y el mineral fundido, rojo y
blanco, que mirábamos, maravillados, por las ventanillas del tren que nos
devolvía a casa por la noche, si habíamos estado en uno de los pueblos
ribereños o en la capital de la provincia. Bilbao, originalmente un ínfimo
caserío que nos hurtó el honor de serlo a nosotros, a Portugalete. Sí. Doña
María Díaz de Haro fundó nuestra villa en 1322. Me contaron en mi casa que
envió a un sobrino suyo para que tramitara la conversión de nuestra villa en
capital. El sobrinito de marras, que tenía unos caseríos en el lugar que hoy es
Bilbao, lo pensó mejor y tramitó que fuera Bilbao... No dispongo de documentos
que apoyen ni impugnen esa historia... ¿o leyenda? Pero la creo a pie
juntillas... desde mi tierna infancia.
Portugalete de mi niñez. Paraíso perdido.
II - EL PRIMER CONDE-PELAYO PORTUGALUJO...ADOPTIVO
Juan José, hijo de don Juan Bautista
Conde-Pelayo y doña Manuela Ruiz, nació el 24 de mayo de 1847 en la Vega de
Pas, provincia de Santander. Falleció en Portugalete el 5 de julio de 1922.
"CONDE PELAYO. Biog. Escritor
español del siglo XIX; publicó: Pitágoras (1880), y El tránsito del sistema de pesas y medidas de Castilla al métrico decimal".
(De la página 1051 del tomo 14 de la
obra "Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-
Americana", Barcelona; hijos de J. Espasa; 579, calle de las
Cortes; año 1912)
Si don José, como le decían en
Portugalete, hubiera nacido un siglo después, tal vez se hubiera convertido en
un playboy de esos que tienen yate y pertenecen
a la jet set, pues heredó lo que en el siglo XIX
correspondía a millones de pesetas del siglo XX.
Hijo de notario, tuvo una hermana,
Marcela, que murió joven, por lo que el total de la herencia recayó en Juan
José.
Casa donde nació Juan José Conde-Pelayo en la
actualidad. Fotografía tomada del blog http://www.vallespasiegos.es/casa-solariega-del-linaje-conde-pelayo-en-vega-de-pas/
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Era tradicional, en la familia
Conde-Pelayo, que el primer hijo se llamara JuanJosé o Juan Bautista, es decir
que los nombres no se repetían de padre a hijo sino
de abuelo a nieto.
Pero don Juan Bautista debía de
tener un genio tan terrible, que doña Manuela no pudo soportarlo. Cuando Juan
José no había cumplido aún los 12 años de edad, su madre se lo llevó, junto con
Marcela, confió su hijo a un primo que tenía un comercio de telas, y la hija a
otros primos, y trató de ganarse la vida, y la de sus hijos, vendiendo telas
por Vizcaya.
Doña Manuela aprendió vascuence para
poder entenderse con sus clientas, las vizcainas de los caseríos, que no
hablaban español. Y vendiendo telas de pueblo en pueblo, hizo fortuna; al morir
dejó a su hijo, aparte del dinero, una tienda de telas en una de las Siete
Calles de Bilbao.
Esas hazañas de una dama que no era
feminista datan de mediados del siglo pasado, entre 1860 y 1880
aproximadamente.
Juan José ayudaba en la tienda de
telas de su tío, y dormía bajo el mostrador. No había electricidad en aquellos
tiempos, y se alumbraba con una vela.
Un día que su tío no estaba en la
tienda, algún sinvergüenza pagó al jovencito con un duro falso. Era tarde ya
para reclamar, cuando Juan-José se percató del engaño. No le dijo nada a su tío
y escondió el duro... pero lo aprovechó para comprarse un libro en el que
estudiaba por la noche, a escondidas. Y un buen día le dijo a su tío que
deseaba estudiar bachillerato.
El primo de doña Manuela no tenía un
pelo de tonto, por lo que antes de tomar decisión alguna consultó a uno de sus
clientes, profesor. El buen señor interrogó al muchacho, se sorprendió de su
autodidactismo y le dio un libro, diciéndole que volvería a examinarlo al cabo
de un mes. Eso hizo, y Juan José se desempeñó con "sobresaliente".
Así empezó todo.
Las relaciones con su notario de
padre no eran demasiado buenas, pero se escribían. Por supuesto, el padre
quería dejarle su notaría, pero el hijo se negó terminantemente a hacerse
notario. Cuando Juan José quiso irse a Madrid para seguir estudiando, su padre
le dio una carta de recomendación presentándolo a don Nicolás Salmerón, conocido
suyo.
El encuentro con don Nicolás
Salmerón habría de ser decisivo en su vida.
Por una parte, Juan-José era un
matemático nato, y así resultó profesor-ayudante en la Institución Libre de
Enseñanza. Se hizo naturalmente ingeniero y, fascinado por la astronomía,
también astrónomo.
Un día le dijo don Nicolás: "Conde, usted que tiene esas ideas tan humanitarias, debería hacerse
médico". "¿Usted cree, don
Nicolás?".
Y Juan José se hizo médico. Cuando
surgió la oportunidad, se quedó con la práctica de un médico de Portugalete que
se jubilaba, y de esa manera Juan José llegó a nuestro pueblo, conoció a María
Francisca, veinte años más joven que él, se casaron, tuvieron varios hijos y
siguieron viviendo en Portugalete, donde el médico finalmente alquiló un piso
en el n° 2 de la calle Salcedo, por donde estaba la entrada del
edificio, pero con cinco balcones sobre la plaza, lugar privilegiado que
permitía ver entrar y salir barcos, contemplar las regatas y la cucaña y oír la
música los domingos. Un enorme letrero en el balcón del medio indicaba: MEDICO.
En aquella casa vio don José morir a
un hijo, Uriel, el primero, y dos hijas, Zoraida y Zaida, y a su esposa a
principios de siglo. Y en ese mismo piso falleció él a los 75 años de edad.
Pero los datos biográficos nada
dicen de la evolución, de los sufrimientos, de las alegrías... de las vivencias
de un hombre. Educado en la religión católica, Juan José se volvió
librepensador poco después de conocer a don Nicolás Salmerón. Y por haber
vivido tan cerca del eminente abogado, se volvió también republicano. Cuando
don Nicolás fue presidente de la República, Juan José estuvo junto a él y por
mucho tiempo fue su brazo derecho, una especie de secretario-voluntario. Cuando
la traición de Castelar, al salir con Pi y Margall del despacho de aquél, dijo
don Nicolás: "Vámonos, Pi, que aquí huele a traición". Y
seguidamente escribió una carta a don Emilio, encargando a Conde-Pelayo que se
la entregara.
Faltando al más elemental dictado de
la buena educación, Conde-Pelayo no cerró el sobre, y tan pronto como se
encontró en la calle, la leyó y confió el texto a su proverbial memoria.
Años más tarde, cuando ya estaba
enfermo, fue a visitarlo un familiar de don Nicolás; al enterarse de que se
estaba escribiendo una biografía del ex Presidente y de que se había perdido la
carta que envió a Castelar, el médico la repitió de memoria, completa.
La memoria de don José era
extraordinaria. El atribuía ese fenómeno al hecho de que siendo pequeño había
recibido un golpe al caérsele algo pesado sobre la cabeza: "Me da un
poco más allá y me mata o me deja idiota; pero me dio lugar tal, que se me
desarrolló la memoria".
Antes de venir a Portugalete había
tenido una novia que se fue a vivir a París.
Pues bien, Juan José confió a su
memoria el plano de París; al ir a visitar a la novia, había una huelga de
cocheros, y los voluntarios que conducían los fiacres no conocían bien las
calles, de modo que él mismo tuvo que indicar al cochero eventual el camino a
seguir para llegar adonde se proponía.
Los Salmerón lo querían mucho, tanto
por su fidelidad como por su sentido del humor.
Un día de primavera alguien regaló a
doña Catalina de Salmerón una caja de música; la tarde era tan hermosa que toda
la familia recorrió las dos calles que separaban la casa (12, calle de la
Amistad), del parque del Retiro; mientras paseaban, doña Catalina dijo: "¡Qué momento tan agradable! Sólo falta un poco de música". Al instante
se oyeron los acordes de la cajita de música que Conde-Pelayo había escondido
bajo su capa antes de salir.
Durante un Carnaval, salieron don
Nicolás y doña Catalina para ver máscaras y disfraces. Llegaban por la calle de
Alcalá cuando divisaron, por encima de la multitud, algo que iba de una acera a
la otra, por el aire. "Eso me huele a Conde", comentó don
Nicolás, y con su señora llegó para encontrarse a Conde-Pelayo que,
elegantemente vestido, con su capa y su sombrero de copa, saltaba con garrocha
de un lado a otro de la calle de Alcalá. "Hoy todo
el mundo hace lo que quiere, se disfraza, se pone un antifaz; yo salto con
garrocha", explicó, al ver acercarse a sus amigos.
Y es que el joven Juan José había
aprendido con los pastores de su provincia a saltar con garrocha, pues había
tantos arroyos en la región que sólo de esa manera podían circular de un lado a
otro... sin mojarse los pies.
Así pues, soltero, librepensador y
republicano fue como llegó a Portugalete poco antes de 1885.
Al estallar la huelga de 1917 fueron
a detenerlo a su casa. Le hicieron recorrer la distancia desde Portugalete a
Bilbao, a pie, mientras sus aprehensores iban montados a caballo.
Don José había padecido una grave
infección de la nariz, y la atribuía al hecho de llevar el pañuelo en el
bolsillo. Desde entonces no volvió a usar pañuelo de tela. Encargaba papel de
seda a la Papelera Española _de quien era el mejor cliente
particular_ recortado en hojitas de
aproximadamente 14 por 20 centímetros. Siempre llevaba un paquete de estas
hojitas... que habían sido previamente desinfectadas en el horno de la cocina
de su casa. Y cuando visitaba a algún enfermo, dejaba en la casa un paquete de
hojas de papel, con la orden terminante de que el enfermo sólo usara aquellas
hojas. Con lo que, cuando alguien iba a visitar a sus enfermos y veía el
paquetito de papeles a la cabecera de la cama, era habitual que exclamara: "¡Ah! su médico es don José, ¿verdad?".
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